La cultura de la satisfacción y la sociedad de suma cero: dos teorías influyentes en la economía de la salud.

Fernando J. H. Carignano

Resumen


Dos de los especialistas más famosos del mundo, John Kenneth Galbraith (1908 – 2006) y Lester Thurow (1938), escribieron sendos, y archiconocidos, tratados sobre su disciplina que están convertidos en una suerte de íconos de los cultores de la economía mundial.
El primero de ellos, Galbraith, exhibe un meduloso estudio de la sociedad estadounidense y señalando que es claro que el sector social más empobrecido es pasible de sufrir más enfermedades, las que figuran en los tratados de medicina y las sociales como la drogadicción y la proclividad al incumplimiento de la ley. Todo ello sería claramente expuesto, estadísticas mediante, por el Informe del Desarrollo Humano emitido por el Banco Mundial un año después de la publicación del texto que cito (1993).
A su vez, Thurow, en un libro recomendable, de agradable lectura aún para los legos en la materia, concluía en que en economía no hay un progreso o crecimiento reales, debido a que cuando alguien gana o crece sobresalientemente, lo hace a expensas de la pérdida o decrecimiento de otra empresa, persona o unidad económica. Si alguno gana de más, hay otro que pierde de más, sería la conclusión de un profano.
Si bien en el pasado eran pocos los afortunados económica y socialmente –y además gobernaban-, el desarrollo de este sector hace que hoy haya muchos más favorecidos, porque los niveles de vida han crecido, pero, en mi opinión, no se ve una contrapartida de avance igual en los sectores más relegados. Solamente han cambiado algunos factores, lo que ayer hacía la peste bubónica, hoy lo hace el «paco».
Cierto es que afirmar que los opulentos resisten mejor los cambios adversos, en cualquier aspecto de la vida, que los marginados, resulta una verdad de Perogrullo. Pero también debemos decir que esta sensación de bienestar que les da la mejor situación socioeconómica, no necesariamente calla a sus favorecidos, sino que, por el contrario, exacerba su propensión a la puja distributiva. Mantener y acrecentar la satisfacción es el norte y se trata de lo inmediato, sin preocuparse por las consecuencias nefastas a largo plazo que, en la mayoría de los casos, no se sabe con certeza si van a producirse.
Tampoco se crea que estoy refiriéndome exclusivamente a aristócratas, empresarios exitosos o comerciantes de nota; este grupo de prósperos reconoce a otra porción de la sociedad, como, por ejemplo, la dirigencia política, con valiosísimas excepciones.
La democracia no es, en sí misma, un curativo a esta situación ni tampoco, por sí misma, torna más equitativa una sociedad. Del estado republicano participan mucho más los afortunados que los excluidos socialmente y las ayudas gubernamentales no sólo no son suficientes, sino que además son sospechosas. Sin embargo, en toda la historia humana, no se ha percibido un sistema político mejor. Entonces podremos inferir que las acciones políticas a largo plazo, fortaleciendo las bases para que cada miembro del grupo social disponga de los instrumentos necesarias para desarrollarse, sería el accesorio imprescindible para componer un estado democrático real, además de nominal. Poner a cada conciudadano en el mismo punto de partida para la carrera de la vida, con igual indumentaria y compensado las diferencias físicas y sociales, debería ser el objetivo a perseguir por cualquier gobernante. También es verdad que pocos lo hacen.
Estos dos conceptos, cultura de la satisfacción y suma cero, son perfectamente aplicables a la economía de los sistemas de salud, pues existe una medicina de la «satisfacción» y el elevado costo de su práctica desequilibra la delicada ecuación que debe preservarse entre las demandas infinitas y los recursos limitados, de la cual hablamos ya muchas veces. Defino como «medicina de la satisfacción» a aquellas acciones tendientes a modificar estados fisiológicamente normales, que no son aceptados como tales por los enfermos, sea por inducción o simplemente porque ellos lo sienten así. Los cambios que experimenta el ser humano con el paso de los años son un ejemplo claro a mi entender.
Estos dineros que se destinan a prestaciones que no son conducentes a mejorar ninguna de las variables con las cuales se mide el estado de salud de una población determinada, persiguiendo un bienestar efímero, alteran el fiel de la balanza y hace que persistan, y aún crezcan, enfermedades previsibles (infecciosas, desnutrición, accidentes de tránsito) mientras que, por otro lado, se gastan ingentes sumas en prestaciones de utilidad superflua, dudosa o nula. Esta contraposición, en términos sanitarios, es inaceptable porque incrementa la inequidad en una necesidad básica del ser humano. El contraste explícito que se ve en nuestras calles diariamente, donde conviven autos de alta gama y de porte elegante con inseguros carros tirados por caballos enclenques metaforizaría gráficamente la situación que procuro describir.
Este estado de cosas conspira contra todos los componentes del sistema, generando médicos descontentos, pacientes insatisfechos, gasto ineficiente y burocracia superlativa. Los profesionales de la salud aspiran a vivir decentemente con una carga horaria laboral acorde a cualquier trabajador y con una remuneración congruente a su nivel de capacitación, condiciones que, hoy por hoy, aparecen como lejanas, salvo alguna excepción. Es cierto también que esto se repite en otras profesiones y, en general, con mayor crudeza. Los pacientes no ven colmadas sus expectativas porque los encargados de financiar la atención de sus afecciones las sobrealimentan encarnándoles la frase «… Ud. está totalmente cubierto», falacia que se constituye en la principal culpable de la decepción que sienten. A la ineficiencia del gasto y al aparato burocrático que significan las casi 300 obras sociales en nuestro país ya lo hemos criticado consecuentemente antes de ahora, así que no volveré a machacar sobre ese asunto.
Por fortuna, hay muchas maneras de ir solucionando estos desaciertos y, tal como viene pintando la cosa desde siempre, los cambios deberán venir desde abajo y surgir de un acuerdo adulto entre los que legislan, los que ejecutan y los protagonistas del problema: trabajadores de la salud, pacientes y financiadores. A vuelo de pájaro, porque esto meritaría un detalle más meduloso, crear una ley que reglamente en forma precisa la actividad, otorgarle un financiamiento adecuado, marcar los límites de cobertura, modificar conductas prescriptivas, invertir con criterio de relación costo/beneficio y no por rédito político, reducir el número de prestatarias y hacerle tomar conciencia a la población de que no puede accederse, por desgracia, a medicina del primer mundo en un país en desarrollo como el nuestro, serían algunas de las herramientas a usar. Esperemos que el nuevo gobierno recree el escenario imprescindible para comenzar a reconducir el sistema sanitario argentino.


Palabras clave


bienestar; situación socio-económica

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