Las enfermedades de la Sociedad
Resumen
«Cuando advierta que para producir necesita obtener autorización de quienes no producen nada; cuando compruebe que el dinero fluye hacia quienes trafican no bienes, sino favores; cuando perciba que muchos se hacen ricos por el soborno y por influencias más que por el trabajo, y que las leyes no lo protegen contra ellos sino, por el contrario, son ellos los que están protegidos contra usted; cuando repare que la corrupción es recompensada y la honradez se convierte en un autosacrificio, entonces podrá afirmar, sin temor a equivocarse, que su sociedad está condenada.»
(Ayn Rand, La Rebelión de Atlas, 1957)
La claridad de la frase escrita por la filósofa rusa creadora del objetivismo (al que definía como la filosofía necesaria para vivir en la tierra), no meritaría mayores comentarios que expliquen lo que expresa de una forma y exactitud casi excelsas.
Sin embargo, muchos médicos descubrimos a diario que nuestros mayores y más específicos conocimientos científicos -la mayoría de ellos logrado con nuestro esfuerzo personal-, que nuestro entrenamiento cada vez más riguroso y exigente y que nuestra dedicación cada vez más amplia, no alcanzan para curar, mitigar o, por lo menos, hacer más tolerables los males que afectan a nuestra gente.
Percibimos, con cierta desazón, que nos invade un sentimiento de impotencia al no poder solucionar adecuadamente los problemas que sitian la salud de los pacientes que nos consultan. Es evidente que los adelantos científicos, sean o no beneficiosos en términos de eficiencia, no alcanzan en modo alguno para remediar los males que contactamos a diario. Sólo tratan a la porción menor de la población que asistimos.
La angustia de un padre de familia sin trabajo, la abulia del que sólo espera la ayuda de un programa estatal para su sustento, el desánimo del que se preparó concienzudamente para un trabajo y es desplazado por otro menos capacitado pero más relacionado, la furia del que quiere hacer y constantemente es obstaculizado por los que toman el «no hacer» como una cultura de vida, el cansancio del trabajador explotado, que hace de trueno pero siempre ve que llueve para otros, entre otras tantas; son causas etiológicas que no hemos estudiado en nuestras facultades, pero que sí causan enfermedad y muerte.
Tampoco somos originales en esto: ya Ramón Carrillo antes de 1940 nos advertía que, al lado de la pobreza, los gérmenes causan pobres enfermedades (debe ser por ello que murió solo y exilado); o, más recientemente, Amartya Sen, Nóbel de Economía, que dijo que «…la mayor inversión de los pobres son años de vida…».
Poco hemos hecho en este más de medio siglo; ya ahora, nos queda inculcarle a los que nos sucedan, que ninguna profesión puede crecer efectivamente cuando la sociedad en la que está inserta no crece y que también es tarea nuestra, de los médicos, que este desarrollo sea sano.
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