Normas para el uso racional de la tecnología médica: Un tema aún pendiente
Resumen
«De la incapacidad de dejar solos a los que están bien; del celo en demasía para lo novedoso y el rechazo para lo que es antiguo; de anteponer el conocimiento a la sabiduría y la ciencia al sentido común; de tratar a los enfermos como casos; de volver la curación de la enfermedad más penosa que la enfermedad misma, líbranos Señor Dios.» (Sir Robert Hutchinson, 1878)
Etimológicamente, la palabra tecnología está formada por dos vocablos griegos, ..., arte u oficio y ... , conocimiento-estudio. O sea la ciencia y/o el estudio de las artes y los oficios, lo que significaría, en lenguaje corriente «el estudio de cómo deben hacerse las cosas o de las artes prácticas». Puesto de otro modo, actualmente hablar de tecnología es indicar la aplicación del conocimiento científico a la solución de problemas prácticos y la obtención de metas humanas; un cuerpo de conocimientos desarrollados por una cultura que provee métodos o medios para controlar el entorno, extraer las fuentes, producir bienes y servicios, así como mejorar las condiciones de vida.
Contrariamente a lo que se cree popularmente, la tecnología no sólo es la creación de nuevos objetos, maquinarias (hardware) o programas de computación (software), sino que comprende también los conocimientos y habilidades que el hombre adquiere (humanware) y los que transmite e implementa en los organismos que integra, como nuevas estructuras organizativas e interacciones entre empresas (orgware).
La tecnología permite modificar el orden natural para tornarlo más beneficioso para el hombre, objetivo que se da, por ejemplo, en el caso de los alimentos, higiene, prevención y tratamiento de enfermedades, pero que se trastoca trágicamente en otros adelantos (armamentos, industrias contaminantes). Sin embargo, aún cuando sea provechoso, frecuentemente este cambio tiene consecuencias impredecibles a las cuales es necesario anticiparse, para evitar el daño eventual, sanitario o económico, que puedan producir. El deterioro de la capa de ozono, la degradación del suelo, la contaminación del agua y del aire, y los cambios climáticos que se observan en todo el mundo, son algunos ejemplos del detrimento que produce la tecnología al medio ambiente y, transitivamente, a la salud de las personas. El otro perjuicio, el económico, es menos importante, pero no por ello menos dañoso por lo constante, insidioso y solapado.
Si bien la incorporación de nuevos elementos en el diagnóstico y tratamiento de las afecciones han contribuido a prolongar la vida de las personas, hoy vemos que se machaca insistentemente a la población y a los profesionales con innovaciones que, en ocasiones, distan mucho de generar una utilidad sanitaria, y es sabido que lo que se gasta innecesariamente en adelantos anodinos o de escasísima eficacia, falta para asistir a otros requerimientos más productivos en términos sanitarios. A los incuestionables progresos en el ejercicio de la medicina que se produjeron, sobre todo en los últimos 50 años, debe oponerse una buena porción de prácticas de muy dudoso, exiguo o nulo beneficio y de altísimo costo. Por otra parte, dato no menor, el fragmentado sistema de salud argentino no puede financiar la avalancha de gravosas incorporaciones que se están registrando día a día, ni en el sector estatal ni en el privado, aunque se escuchen promesas de cosas distintas.
La tecnología en el campo de la salud debe evaluarse con criterios de evidencia clínica, disponibilidad económica (costo-efectividad) y datos epidemiológicos confiables. Existen pocas publicaciones que reúnan estas condiciones, pero ello no obsta para que se produzca una amplia difusión de procedimientos y aparatos. Todos coincidimos en que la accesibilidad de la población a la atención de la enfermedad –derecho constitucional- no debe ser condicionada por el dinero que disponga para solventarla, no obstante, sabemos que hoy ocurre lo contrario en la mayor parte de nuestra gente como lo señalamos más arriba. El sentido común también indica que con los recursos disponibles, debe beneficiarse a la mayor cantidad de personas posibles, otra condición elemental incumplida o supeditada a intereses ajenos a lo estrictamente sanitario. A esto debe agregarse que, desde Hipócrates a esta parte, la ética de la práctica médica se basa en seis principios: preservar la vida, aliviar el sufrimiento, no hacer daño, decir la verdad al paciente, respetar la autonomía y tratarlos con justicia. Estos principios pueden reducirse a tres: beneficencia, autonomía y justicia. ¿Los promotores de tecnología, tendrán en cuenta estas premisas?. ¿Agregar un mes de vida a un enfermo terminal, cuántos niños desnutridos cuesta?. Cargas pesadas de asumir, pero ineludibles opciones que no debieran ser ignoradas por nuestros legisladores.
Hay procedimientos ya estudiados y reglados para evaluar y regular el uso de la tecnología médica apropiadamente, como el de la Food and Drug Administration (FDA) o la Office of Technology Assessment (OTA) de los EE.UU. de América, que bien podrían usarse en nuestro país. Nuestra Administración Nacional de Medicamentos, Alimentos y Tecnología Médicas (ANMAT) aún no ha logrado, por diversas razones, convertirse en el regulador confiable que debiera ser, dejando una asignatura pendiente no menor para el sistema sanitario argentino. Esperemos que en el futuro cercano asuma el papel protagónico que todos deseamos.
«Las causas del empleo abusivo de la tecnología avanzada en la práctica biomédica de hoy están representadas por el hecho de que muchas de tales tecnologías pueden irrumpir en el mercado sin haber sido sometida con anterioridad a un estudio cuidadoso, tanto en lo referente a los riesgos que conlleva su utilización como a los beneficios que brindan y la real superioridad de éstas sobre otros procedimientos ya consolidados por su empleo anterior.»
(J. Farrar, 1989).
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